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Días de independencia… pero nunca de Dios

Cada año, durante el mes de julio, muchas naciones del mundo celebran sus días patrios. Las calles se visten de colores, las banderas ondean, los discursos políticos exaltan la libertad conquistada, y los fuegos artificiales parecen marcar el triunfo definitivo de la autonomía. Se recuerda el momento en que un pueblo decidió separarse de otro, romper cadenas y proclamarse libre. Pero hay una verdad que, aunque ignorada, permanece intacta: ninguna nación, por más soberana que se proclame, puede independizarse de Dios sin caer en esclavitud moral, espiritual y social.

¿Independencia de quién?

La independencia política puede ser justa, necesaria y hasta heroica. Pero cuando la independencia se convierte en un símbolo de autosuficiencia humana, olvidando al Creador, el resultado no es libertad, sino ruina. Las Escrituras nos ofrecen una advertencia clara y certera al respecto:

“El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos” (Salmos 10:4, RV1960).

Esa actitud de arrogancia, de querer establecer proyectos sin Dios, de legislar sin considerar su Palabra, de definir el bien y el mal con criterios humanos, marca el comienzo del deterioro. La historia de las naciones, incluso aquellas fundadas con principios bíblicos, ha demostrado que cuando el ser humano busca autonomía absoluta, inevitablemente reemplaza a Dios por ídolos: el poder, el dinero, la ideología, la ciencia sin ética o el relativismo moral.

¿Realmente somos libres?

En el evangelio según Juan, Jesús confronta una falsa idea de libertad:

“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32, RV1960).
A lo que algunos respondieron:
“Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?” (Juan 8:33, RV1960).
Pero Jesús no hablaba de una esclavitud política, sino espiritual:
“De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Juan 8:34, RV1960).

En otras palabras, la independencia de Dios no es libertad; es una trampa de esclavitud. Las naciones que se jactan de su libertad sin reconocer su dependencia de Dios están cimentando su propia decadencia. Lo mismo ocurre en la vida personal. El ser humano fue creado para vivir en comunión con Dios, y su alma no halla reposo hasta que vuelve a Él.

 

La ilusión de la autosuficiencia

En Proverbios se nos dice:

“Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12, RV1960).

Esa es la esencia de las sociedades que buscan excluir a Dios de sus constituciones, sistemas educativos, medios de comunicación y decisiones judiciales. Creen que están construyendo un mundo moderno, inclusivo y libre; pero en realidad están erigiendo una torre de Babel cultural donde cada uno habla su propia verdad, y nadie escucha la voz de Dios.

La historia de Nabucodonosor es otro ejemplo ilustrativo. Aquel gran rey babilónico cayó en la ilusión de su autosuficiencia hasta que Dios lo humilló. Luego de su arrepentimiento, confesó:

“Ahora yo Nabucodonosor alabo, engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos justos; y él puede humillar a los que andan con soberbia” (Daniel 4:37, RV1960).

Cuando las naciones olvidan a Dios

El salmista lo expresa con dolor y claridad:

“Las naciones que se olvidan de Dios serán trasladadas al Seol” (Salmos 9:17, RV1960).

No se trata de una amenaza arbitraria, sino de una consecuencia natural. Una sociedad sin Dios pierde el norte moral. El respeto por la vida, la dignidad humana, la justicia y la compasión son valores que se erosionan cuando se arrancan de su raíz divina. El secularismo no es neutral: reemplaza la verdad de Dios por la voluntad humana, y con ello, disuelve los fundamentos de la verdadera justicia.

La verdadera libertad está en Cristo

Frente al caos de una humanidad que insiste en autogobernarse sin su Creador, la Biblia nos ofrece una verdad inconmovible:

“Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:36, RV1960).

Esa libertad no se limita a una bandera o a una constitución. Es una libertad profunda, que libera de la culpa, del pecado, del orgullo, del temor a la muerte, de las ataduras del pasado. Es una libertad que permite al hombre ser quien fue creado para ser: imagen de Dios, portador de su gloria, administrador de su creación, siervo del prójimo, adorador eterno.

La libertad cristiana no es una licencia para hacer lo que uno quiera, sino la capacidad dada por el Espíritu para vivir en obediencia y plenitud.

“Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros” (Gálatas 5:13, RV1960).

¿Y nosotros, de qué nos hemos independizado?

En medio de las celebraciones patrióticas, quizás el Espíritu nos está haciendo una pregunta más profunda: ¿de quién te has querido independizar? ¿De qué principios bíblicos te has desvinculado en nombre de la autonomía personal? ¿Qué aspectos de tu vida gobiernas como si no tuvieras que rendir cuentas a nadie?

En Romanos se nos recuerda que todos somos siervos de algo o de alguien:

“¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” (Romanos 6:16, RV1960).

Conclusión: Ninguna nación es verdaderamente libre sin Dios

La verdadera independencia no consiste en romper con todo vínculo, sino en reconocer la única dependencia que libera: la dependencia de Dios. Como escribió el apóstol Pablo:

“Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hechos 17:28, RV1960).

Podremos escribir constituciones, trazar fronteras, emitir monedas y elegir presidentes; pero mientras no reconozcamos que hay un Rey por encima de todos los reyes, no experimentaremos la verdadera libertad.

“Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para sí” (Salmos 33:12, RV1960).

 

Por María del Pilar Salazar

Decana Académica 

Univ. Logos

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