Todos caminan hacia una misma meta: todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo. ¿Quién sabe si el aliento de vida de los humanos asciende hacia arriba y si el aliento de vida de la bestia desciende hacia abajo, a la tierra?” Estas citas no provienen de algún pagano de la antigüedad ni de un materialista contemporáneo. Forman parte del texto bíblico y corresponden a Eclesiastés 3:20-21.
El “Eclesiastés” (hebreo: qohelet, literalmente “el predicador” o “la persona que dirige la palabra al pueblo congregado”) interpela con estas palabras a aquellos que fundamentaban su creencia en la inmortalidad del alma en sus propias intuiciones o en sus sistemas filosóficos y religiosos. El “¿Quién sabe…?” es la pregunta que lanza a las personas imbuidas de la mentalidad helénica, es decir, de la moda intelectual prevalente en su época.
Las cuestiones planteadas por el Eclesiastés ponen de manifiesto el realismo bíblico y contradicen rotundamente la falsa idea que muchas personas tienen del cristianismo y de la Revelación divina. Para estas personas, tener fe sería equivalente a vivir de ilusiones. Como se pregunta A. Marsillach en un libro ya famoso: “¿No será que el hombre no se atreve a afrontar su propia realidad y se inventa maravillosos cuentos de hadas para consolarse?” El Evangelio sería uno más de esos cuentos de hadas; una “alienación” —para usar la terminología moderna—; la proyección de nuestros deseos.
Sin embargo, sorprende la sobriedad de los escritores bíblicos. Las Escrituras hebreo-cristianas no presentan ningún sistema de cosmología definido, ni desarrollan teoría alguna sobre la “inmortalidad del alma” a la manera griega. Esto es notable, ya que la tentación de plagiar las cosmogonías caldeas y egipcias era fuerte, al igual que el influjo del platonismo en la época de los últimos escritos canónicos.
La Esperanza del Individuo
La prudencia y la resistencia de los escritores sagrados a formular “sistemas” se insertan en la esencia misma de la Revelación bíblica. Israel se mantenía a la escucha de la Palabra de Dios y no quería ir más allá de lo que le era revelado. Dios adoctrinaba gradualmente a su pueblo y contestaba cada pregunta en su momento y en la medida en que lo consideraba necesario. De ahí que los autores bíblicos no formularan hipótesis; estaban a la expectativa (cf. Sal. 123:1-2; Heb. 1:1; 1 Ped. 1:10-11) para ver si había “palabra de Yahveh”.
La revelación sobre el más allá y la suerte eterna se iba desvelando paulatinamente, alcanzando su culminación cuando también las culturas en general, y las de los pueblos vecinos en particular, se interrogaban sobre la misma cuestión. Esto ocurre a partir del siglo V a.C. y en el primer siglo de nuestra era.
Como ha escrito Robert Martin Achard, “en el Antiguo Testamento, la fe en el retorno de los difuntos a la vida se apoya en última instancia sobre la revelación de Yahvé a su pueblo; gracias a que el Dios de Israel se manifestó como un Dios poderoso, equitativo y bondadoso… afirmaron el retorno de los difuntos a la vida… El Antiguo Testamento fundamenta la certeza de la resurrección en Dios y solo en Dios; la única garantía del retorno de los difuntos a la luz, al final de los tiempos, es el poder soberano y creador del Dios de Israel. Dios es el Dios vivo y no puede ser el Dios de los muertos. Solo a partir de la realidad de Dios se puede establecer la realidad de la resurrección” (J. Schniewind).
La prudencia, la sobriedad y la discreción de los escritores bíblicos se explican por la conciencia que siempre tuvo Israel de que su fe era un don de Dios (no solo en cuanto que la fe es una actitud subjetiva, sino también en cuanto que se basa en un contenido objetivo), y así esperó, y no dijo más de lo que se le había revelado. En la Biblia tenemos únicamente la respuesta de Dios, una respuesta anhelada, esperada, pero siempre respetada. Y así, la Revelación bíblica es verdaderamente Palabra de Dios. No se trata de las palabras de unos hombres que nos hablan de Dios, sino de la Revelación del Dios vivo, comunicada a los hombres mediante la instrumentalidad (por supuesto, dinámica y personal) de otros hombres.
La fe bíblica es, pues, básicamente Revelación, es decir, mucho más que Religión, sobre todo cuando esta se entiende como reflexiones humanas en torno al problema de Dios y del hombre en su relación con la Divinidad.
Por esta razón, el Eclesiastés formula sus preguntas inquietantes, con el fin de despertar la humildad intelectual de sus oyentes: “¿Quién sabe…?”
La cuestión que planteó el Eclesiastés a sus contemporáneos sigue siendo relevante para nosotros hoy, en este último cuarto del siglo XX. Hoy, como entonces, ¿quién se considerará un entendido ante tan pavoroso misterio? (Grau, 1977, pp. 17-18)
Referencias Bibliográficas
- Apuntes del Prof. José Juan Sosa Morales
- Grau, J. (1977). Escatología: Final de los Tiempos. CLÏE.