Libro: PALABRAS CLAVE DEL NUEVO TESTAMENTO, Dr. H. J. Jager
Un caso de muerte repentina nos puede poner, súbitamente, ante esta pregunta «¿Cuál es tu único consuelo, tanto en la vida como en la muerte?» El mismo Catecismo de Heildelberg, nos da esta respuesta: «Que yo, con cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte (Rom. 14:8), no me pertenezco a mí mismo (1 Cor.·6: 19), sino a mi fiel Salvador Jesucristo (1 Cor. 3:23; Tít. 2:14), que me libró de todo el poder del diablo (Heb. 2:14; 1 Jn. 3:8, Jn. 8:34- 36), satisfaciendo enteramente con su preciosa sangre por todos mis pecados (1 Pe. 1:18-19; 1 Jn. 1:2; 2:12), y me guarda de tal manera (Jn. 6:39; 10:28; 11 Tes. 3:3; 1 Pe. 1:5) que sin la voluntad de mi Padre celestial ni un solo cabello de mi cabeza puede caer (Mt. 10:30; Le. 21:15)°, antes es necesario que todas las cosas sirvan para mi salvación (Rom. 8:28). Por eso también me asegura, por su Espíri tu Santo, la vida eterna (II Cor. 1:22; 5:5; Ef. 1:14; Rom. 8:16) y me hace pronto y aparejado para vi vir en adelante su santa voluntad» (Ct. de Heildelberg. Dom. 1).
En esta contestación se confiesa que nuestro único consuelo es ser posesión de nuestro fiel Salvador Jesucristo.
Sin embargo, ¡con cuánta dificultad nos expresamos sobre este asunto! Si alguna vez se pudiese hacer una encuesta acerca de la certeza de la fe, no me sorprendería que en muchos se diese más duda que certeza. ¿Cómo se ría esto posible? ¿Por qué falta en tantos esa gozosa y pacífica certeza del salmista?: «Jehová es mi pastor; nada me faltará» (Sal. 23:1). ¿Cuál es la causa de que en muchos prevalezca la duda? ¿Y por qué muchos no se atreven a decir con el apóstol Pablo: «Estoy seguro de que ninguna cosa nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro»? ( Rom. 8:38-39).
Cualquiera que pueda ser el origen de ello, es pero estemos de acuerdo en una cosa, a saber: que la culpa no estriba en el SEÑOR, nuestro Dios. Sé muy bien que en círculos bastante amplios se le censura a Dios, argumentando como disculpa: «La certeza es algo que ha de dársele al hombre»; o «El hombre tiene que volver a nacer»; o «Si no soy elegido, tampoco puedo cambiar en nada.»
Con estas y otras excusas, realmente se echa la culpa a Dios de la propia duda e incertidumbre; aunque, es verdad, nadie se atreva a decirlo abiertamente. Estaremos de acuerdo en que tal manera de hablar es impía, y que hemos de guardarnos de ella.
Cuando el Señor Jesús encuentra duda e incredulidad en sus discípulos, se lo recrimina, diciendo: «¿Por qué dudaste»? (Mt. 14:31 ); o: «¿Cómo no tenéis fe?» (Me. 4:40), o: «No seas incrédulo» (Jn. 20:27). No; lejos de nosotros esté el poner a la cuenta del SEÑOR nuestra incredulidad, poca fe y duda. Pablo diría: ¡Eso nunca!
Tampoco tenemos que echar la culpa al diablo. No digo que el maligno no tenga intervención cuando la duda y la incredulidad se multiplican en la iglesia. Pero esto no nos exime de nuestra propia culpa. ¿Por qué preferimos escuchar al padre de mentira, antes que a la ver dad de Dios? Tampoco debemos echar la culpa a la tradición, a la predicación, a la educación, a nuestra predis posición y a nuestro carácter.
Es verdad que todas estas cosas tienen influencia. Igualmente es verdad que para muchos se pueden traer a colación circunstancias atenuantes, y que el SEÑOR las tendrá en cuenta.
Hay ovejas del rebaño de Cristo, a las que se tiene enflaquecidas por una dirección y formación no escriturísticas. La responsabilidad de tales embauca dores y educadores es más grande que la de las ovejas, las cuales han sido de tal modo pastoreadas y ali mentadas que están raquíticas. Pero todo esto, sin embargo, no quita que la duda y la incredulidad nos hagan responsables ante Dios, y que sea nuestra propia culpa cuando, rodeados por los tesoros de la gracia de Dios en Cristo Jesús, no sabemos si somos propiedad de El.
No disculpemos nunca la duda y la incredulidad. La duda es incredulidad.
Cuando ponemos algo en duda, es que no lo creemos. El apóstol Santiago coloca frente a frente la duda y la incredulidad. En el cap. 1, v. 6, escribe. «Pero pida (sabiduría) con fe, no dudando nada». La duda fluye de un corazón incrédulo; y la incredulidad hace a Dios mentiroso. Nadie se atreva a decir que esto último no sea pecado. Pues bien, por la misma razón nadie ha de decir que la duda y la incredulidad no sean pecado. Si dudamos, si somos de poca fe, si somos incrédulos (todo esto viene a ser lo mismo), entonces pensamos raquítica mente de la gracia de Dios, nos fiamos muy poco de la gracia de Dios, y no confiamos en la gracia de Dios.
La gracia de Dios es incomensurable e incomprensiblemente grande, y supera en gran medida a todo lo que se encuentra en el mundo de los hombres.
La gracia de Dios es y continúa siendo el fundamento de la salvación para el impío. Pero también lo es para el creyente. La justificación del impío no es simplemente un estadio inicial del cual, más tarde, salimos a flote. Que Dios absuelve la culpa y el castigo a los impíos, y les dé derecho a la vida eterna, esto -digo- continúa siendo el ‘ancla del alma’ (cf. Heb. 6:9), hasta en la hora de la muerte.
El único f-undamento de la salvación es, pues, que Dios nos amó, y que Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por los hombres pecadores, y que el Espíri tu Santo nos dio y nos da Su comunión con El por gracia. Una y otra vez hemos de buscar la vida y la salvación fuera de nosotros, es decir, en Jesucristo, por medio de la fe. Y donde esto no se verifica, allí se viene a caer siempre en el terreno pantanoso de la duda.
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2 comments
DIOS LOS BENDIGA MUCHAS GRACIAS
Hola Nicolas, muchas gracias por tu comentario, esperamos que todo nuestro contenido sea de bendición.